La “revolución digital” no se diferencia de las grandes revoluciones del pasado, como la agrícola o la industrial. Sin embargo, los enormes beneficios económicos y sociales que ellas trajeron estuvieron acompañados de preocupantes aumentos de la desigualdad y la exclusión. Por tal razón, urge garantizar que la revolución digital en el campo de la educación se guíe por el principio del bien público y común. Esto implica abordar la cuestión del control de las infraestructuras digitales y defenderse del monopolio de los conocimientos digitales, cada vez más presentes en los ecosistemas de la educación.
Aun cuando las plataformas digitales han hecho, en las últimas décadas, algunas contribuciones al conocimiento, la educación y la investigación, los beneficios sociales obtenidos han sido secundarios con respecto a los modelos de negocios reales de la industria de la tecnología, que se basan mayoritariamente en la publicidad.
Google/Alphabet, por ejemplo, se ha convertido en uno de los intermediarios más importantes de la esfera pública numérica, en su afán por expandir su alcance en nuestras vidas digitales públicas. En ese marco, ha puesto en marcha algunos servicios digitales relativos a la educación, como Google Scholar y Google Classroom, que no generan ningún ingreso por publicidad.
En 2020 y 2021, el cierre de muchas instalaciones universitarias por la pandemia de la COVID-19 significó que incluso los académicos de las universidades más ricas y prósperas solo tuvieran acceso a materiales gracias a la decisión interna de Google de mantener el servicio de Google Scholar, que en sus varios años de existencia no ha cambiado tanto ni se le han agregado nuevas funciones sustanciales. Ello refleja la baja prioridad que ocupa dicho servicio en el programa general de la empresa, y debería servir como una advertencia sobre la fragilidad de estas infraestructuras de aprendizaje privadas.
Entonces, cabría preguntarnos si existen modelos más duraderos para mantener una infraestructura digital fiable de cara al futuro de la educación pública. En menos de una década, todo el contenido educativo estará en la nube. Esto equivale a que nuestro propio cerebro se conecte a ella. Siri será más que una ocasional voz que responde algunas preguntas en el teléfono: será nuestro tutor personal. La computadora aumentará nuestra capacidad de memoria y, por consiguiente, de aprendizaje.
Es probable, además, que el cerebro humano mejore con la química. Los avances en esta ciencia permitirán usar sustancias legales para mejorar nuestra mente y la de nuestros alumnos. Como hoy nos ponemos unas gafas para ver mejor, en el futuro nos pondremos unos átomos para tener más memoria. Una película de Will Smith (Yo, robot) preveía un mundo futurista donde el robot competía con el ser humano. Puede que el primer paso de ello no sea un ejército de robots asesinos, sino de maestros personalizados.
Los profesores del futuro serán, en buena medida, inteligencia artificial –de hecho, inteligencia cognitiva–, en lugar de seres de carne y hueso.
En 2031 se iniciará una personalización del estudio totalmente mejorada. Se ejecutarán tutorías individuales de un modo completamente virtual, pero tremendamente real en cuanto a la percepción sensorial.
En 2043, la educación será parte dominante de la vida. Nuestro empleo no será un trabajo; tendrá mucho más parecido que ir a la escuela a aprender constantemente. Habrá acceso permanente a toda la información del mundo a través de nuestros dispositivos confundidos en nuestro cuerpo, por lo que la educación se volverá más omnipresente a medida que sigamos evolucionando.
Tomado del libro “Educación con futuro. Libertad y valores” de Raúl Diez Canseco Terry
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