A lo largo de mi vida, he aprendido que los momentos más difíciles son también aquellos que forjan el carácter y nos impulsan a alcanzar nuestras metas más ambiciosas. Esta primera sección de Misión Perú es una reflexión sobre los años fundacionales, donde la adversidad, lejos de ser un obstáculo, se convirtió en el aliciente para despertar mi vocación de servicio y emprendimiento.
Mi historia no es solamente la de un hombre que decide emprender. Desde la fundación de la Academia San Ignacio de Loyola –en 1968–, que nació de la necesidad de encontrar un camino para mí y para otros jóvenes, hasta los primeros emprendimientos que marcaron un antes y un después en la gastronomía y la educación en el Perú, cada página refleja ese espíritu de perseverancia que he intentado plasmar en cada proyecto que he liderado.
Aquí comienza un viaje que aún no ha terminado, un camino que me ha llevado a creer firmemente que, con esfuerzo, perseverancia y un propósito claro, es posible transformar la realidad de nuestro país. Porque, al final del día, mi misión siempre ha sido y será el Perú.
La vida me ha enseñado que el emprendimiento nace por necesidad y se desarrolla por oportunidad. La primera surge de una situación límite, un apuro económico o una circunstancia traumática en la que no parece haber otra salida más que actuar para sobrevivir. La segunda, en cambio, requiere de una observación profunda, un momento propicio y la convergencia de factores, a veces imperceptibles, que desencadenan una idea que nos lleva a actuar. Durante mi vida he experimentado ambas sensaciones. Mi primer emprendimiento –ahora lo entiendo– combinó las dos perspectivas: la necesidad y la oportunidad.
Todo se inició cuando el régimen militar de Velasco Alvarado implantó el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas en 1968, que impuso una mal llamada “política nacionalista”, desatando una serie de confiscaciones y expropiaciones de tierras, negocios y propiedades. Muchas familias perdieron sus bienes y, por lo tanto, se vieron obligadas a cerrar sus empresas.
La familia Prado fue una de las afectadas. Un día, la fábrica Galletas Fénix cerró, y mi padre –quien era gerente de la compañía– se quedó sin empleo. Fue un duro golpe económico para mi familia.
En aquel entonces, cursaba el segundo año de Economía, y mis estudios universitarios se hallaban en peligro. De no haber sido por la ayuda del rector de la Universidad del Pacífico, el padre Raimundo Villagrasa, S.J., la historia de mi vida quizá habría tomado un rumbo distinto. Generosamente, la universidad me otorgó una beca que me permitiría culminar mis estudios.
En casa, sin embargo, las necesidades eran muchas. Fue mi madre quien me sugirió que diera clases de matemática. Ya tenía algo de experiencia enseñando en la cochera de la casa. En una mesa que instalamos ahí, dicté un curso vacacional a los chicos del barrio para reforzar sus conocimientos en esa disciplina.
Tomado del libro Misión Perú de Raúl Diez Canseco Terry